SER PERDONADO



Apiádate de mí, oh Dios, por tu amor, por tu gran compasión borra mi falta; límpiame por entero de mi culpa, purifícame de mis pecados. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, sólo contra ti pequé, yo hice lo que tú aborreces; así que serás justo en tu sentencia, serás irreprochable cuando juzgues. (Salmo 51:3-6)

El pecado fue, es y será mientras vivamos una realidad en nuestras vidas. Quien crea que podrá erradicar el pecado de su vida no tiene una buena comprensión de lo que la Palabra del Señor enseña al respecto y tendrá que afrontar a lo largo de su peregrinaje muchas frustraciones, desengaños, contradicciones y tensiones.

Así pues aceptemos que el pecado es un compañero inseparable de vida. Un compañero que no quisiéramos tener (aunque, en ocasiones, seamos honestos, le damos una cálida bienvenida) pero que es fiel y no nos abandonará. El problema con su presencia es que conlleva consecuencias negativas -incluso destructivas- para nuestra vida y nuestras relaciones. También en nuestra relación con Dios. Es por eso que Él ha provisto la confesión -reconocer la culpa- como el medio para poder seguir adelante en nuestro camino hacia ese día en que seremos semejantes a Jesús y el pecado será ¡Por fin! simplemente historia.

Mientras, procuremos no pecar. Pero, como dice Juan en su primera carta, si pecamos tenemos una abogado que es Jehús el justo y, si confesamos nuestros pecados seremos perdonados y limpios de toda maldad.

¿Qué te impide practicar el pedir perdón y experimentar la libertad de ser perdonado?

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