LEVÍTICO PARTE III/ NORMAS SOBRE LA PUREZA E IMPUREZA RITUAL/ CAPÍTULO 11




Yo el Señor, soy vuestro Dios; vosotros, por tanto, debéis santificados y ser santos, porque yo soy santo; así que no os contaminaréis con ningún animal que se arrastre sobre la tierra.

Todo este capítulo se centra en hablar acerca de los animales puros e impuros, también acerca del contacto con los cadáveres de unos y otros y como estos convertían a la persona en ritualmente impura temporalmente.

Lo interesante de toda esta argumentación era que algo externo a la persona la convertía a esta en impura y, por tanto, incapacitada e indigna para la relación con Dios. Consecuentemente, una persona podía seguir todas las reglas prescritas y, desde el punto de vista religioso, ser una persona pura, apta para participar en la vida religiosa de la comunidad. Ahora bien, si el exterior estaba protegido, nada se indica acerca del interior de la persona. Limpio por fuera, sucio por dentro. 

Jesús, el Dios hecho ser humano, da un paso más allá y, por cierto, un paso de gigante al explicarnos que el problema no está en el exterior, sino más bien en el interior y que lo que convierte a una persona en pura o impura no es lo que come o deja de comer, lo que toca o deja de tocar, sino más bien su corazón. Es ahí, en el centro de control de nuestras vidas donde está la raíz del problema y, por tanto, donde este debe resolverse. Es el corazón lo que ha de cambiar, lo que ha de ser transformado. Es por eso que la Escritura dice que Dios sustituirá nuestro corazón de piedra por un corazón de carne o, lo que es lo mismo, un corazón rebelde por otro sumiso y sensible al Señor.

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