LEVÍTICO PARTE IV/ CÓDIGO DE SANTIDAD/ CAPÍTULO 23



Las fiestas dedicadas al Señor.

Dios estableció diversas fiestas que el pueblo de Israel debía de celebrar -me gusta la palabra celebrar en vez de observar-. Además del sábado, que se repetía con una frecuencia semanal, había la fiesta de los panes sin levadura, la de los primeros frutos de la cosecha, la de las semanas, la de las trompetas, la expiación y las tiendas. Todas ellas estaban relacionadas con momentos significativos de la historia del pueblo o bien del ciclo anual.

Me ha llevado a pensar en algo a lo que los evangélicos no le hemos dado, según mi humilde opinión, toda la importancia que debería tener, el año litúrgico y la celebración de las diferentes efemérides que el mismo contempla. 

El año litúrgico no es un invento de la Iglesia Católica sino una tradición que nos viene de siglos y siglos de práctica por parte de los seguidores de Jesús. El año litúrgico nos ayuda a en medio de la vorágine de la vida cotidiana pararnos y pensar en hitos significativos de nuestro seguimiento del Maestro, profundizar en ellos y hacer una reflexión sobre la manera en cómo estamos viviendo.

El adviento -los domingos previos a la Navidad- nos prepara para recibir al Mesías en nuestras vidas. La cuaresma -los domingos previos a Semana Santa- fueron desde los principios de la fe cristiana un tiempo de reflexión sobre la forma en que la comunidad estaba viviendo en qué modo reflejaba los valores del Maestro. La Semana Santa -nos ayuda a volver a pensar en la muerte y resurrección de Jesús- y, finalmente, Pentecostés, celebrado cincuenta días después del domingo de resurrección -nos ayuda a celebrar que no estamos solos, que el Espíritu de Dios vive en nosotros-.

Haríamos bien en recobrar e introducir en nuestra vida comunitaria e individual estas fiestas y gozar de la bendición que supone el romper con el ritmo frenético de la vida cotidiana e introducir la reflexión, la distancia y la perspectiva.



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