ARROGANCIA

 



Pero el conocimiento envanece; solo el amor es verdaderamente provechoso. (1 Corintios 8:1)


La arrogancia es el triste defecto del carácter de considerarse superior a los demás. El arrogante es consciente, muy consciente de sus capacidades y se permiten el lujo de mirar a otros por encima del hombro. El humilde también es consciente de sus dones, competencias, habilidades y capacidades pero, a diferencia del arrogante, todo eso lo considera como dones, regalos y, por tanto, entiende que no hay ningún motivo para sentirse superior a nadie, tan solo responsable de un buen uso.

Si existiera una organización del tipo Arrogantes Anónimos, yo sería un asiduo participante en sus reuniones. Hace tan solo tres años que detecté el serio problema de arrogancia que tengo en mi vida, desde entonces trato de ser intencional en trabajarlo. Mi último brote serio fue el pasado fin de semana. Mi arrogancia viene de una identidad débil, que no ha sabido derivar su valor en lo que soy a los ojos de Jesús y Él ha hecho por mí, si no que ha necesitado una constante comparación y competición con otros para saberme mejor y, así, poderlos mirar por encima de mi frágil hombro.

El antídoto (además de lo que Jesús dice acerca de quién soy y cuánto valgo) es el amor. Porque ambas cosas, amor y arrogancia están relacionadas con el otro. La arrogancia busca disminuir en valor del otro en beneficio propio. El amor busca el bien del otro en su beneficio. La arrogancia me deja centrado en mí mismo. El amor me centra en el otro y sus necesidades.

Cuando nuestro conocimiento de las Escrituras, nuestra posición teológica, nuestra superior valía moral, etc., nos llevan a mirar a otros por encima del hombro, somos candidatos a Arrogantes Anónimos. 

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